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LAS RAÍCES DEL LOTO

LAS RAÍCES DEL LOTO

¿Qué llevas colgado del cuello?, me preguntan a veces. Es un loto comprado en El Cairo. Al ver la belleza de esta breve flor se hizo evidente para mí que es un símbolo que abarca los dos Orientes (próximo y lejano) y por ello me suele acompañar. A pesar de su aspecto más modesto —por no presentar el orbe pleno de su corola—, el loto egipcio es tan poderoso como los más conocidos de India, China o Japón. En ambos casos remite a un emerger partiendo de una raíz anclada en zona cenagosa y oscura hacia la expansión floral en la claridad. La claridad de lo que se da en el presente con frecuencia nos deslumbra y nos impide ver la raíz secreta. Y, sin embargo, es bueno buscar esa raíz, el origen. 


«El cimiento firme es ese fragmento, / esa mano mutilada, ese rostro destrozado, dividido / que jamás podrá recuperar su totalidad / sino desde dentro / sino por vía de los orígenes», escribe Gunnar Ekelöf. Y es un hecho cierto que en el punto inicial está toda posibilidad sin desarrollar. Cuando el comienzo acontece, el sujeto ignora este hecho y ni siquiera intuye cuál será su evolución. En mi caso no sospechaba en absoluto que uno de mis primeros versos —poemas secretos, escritos de noche, que anotaba cuidadosamente— encerrara la clave de mis futuros intereses. 


Parecida a mi alma
entre los lotos
la luna muerta
 

En estos versos me refería a la visión de un diminuto estanque artificial que estaba en el jardín de mi casa y, a la vez, a mi sentimiento ya antiguo —databa acaso de mis cinco o seis años— de estar en la vida sin estarlo puesto que íbamos a morir. La forma era casi la de un haiku, es decir, oriental, y el contenido desvelaba una conciencia del mundo, un modo de entender la realidad, que fácilmente podía comunicar con la de los dos poetas que muchos años después serían objeto de mis estudios, el checo Vladimír Holan, cuya última obra se tituló Abismo de abismo, y el español Juan Eduardo Cirlot, autor de varios Cantos de la vida muerta. Cuando escribí estos versitos no podía adivinarlo, pero en cambio sí tenía claro el concepto de Oriente.

El diccionario dice de Oriente que es nacimiento o principio, punto cardinal y brillo especial de las perlas. Me resulta particularmente interesante la primera acepción, es decir, que «oriente» quiera decir principio, puesto que en mí este concepto está casi al principio: muy pronto tengo conciencia de que existe Oriente.

Lo que somos y sabemos depende en gran parte de nuestra memoria, una memoria que muchas veces ignoramos. Reconocemos cosas, actitudes o sentimientos, y nos preguntamos de dónde proceden. Se da incluso el hecho de ver algo que nos parece familiar sin que antes lo hayamos tenido ante los ojos. Sucede que no consideramos, por una parte, que el gen es portador de memoria y, por otra, que desde que nacemos oímos y vemos cosas que pasan a nuestro almacén de datos sin que nos demos cuenta. Así pues, si me pregunto desde cuándo tengo conciencia de Oriente —Oriente como Asia y, ante todo, como China y Japón—, una conciencia unida incluso a una estética, puedo deducir —dado que, después de cumplidos los cuatro años, cambié de casa y sitúo este concepto vagamente en la primera—, que se formó en mi cabeza alrededor de los tres y cuatro años. 


Para ir reconstruyendo mi camino a Oriente, he hecho una lista de los libros con temas orientales que encontré en la biblioteca familiar entre la infancia y la adolescencia y he dado con un dato que confirma mi sospecha. Antes de que yo cumpliera los cuatro años, mi padre, que era editor, publicó El libro del té de Okakura Kazuo. Era un libro distinto, pequeño, atado con un cordón de seda, realizado a partir de un hermoso diseño, probablemente hecho por él pues no figura diseñador. Aún hoy veo llegar a mi padre por el largo pasillo de la casa con el libro, enseñármelo con entusiasmo y ponerlo en mis manos. Sin duda acompaña el hecho con explicaciones. El libro resume toda una estética. 


Otros elementos se unen a este hecho: mi madre tiene un muñeco chino de preciosa cara de porcelana, mi abuela una muñeca japonesa, colgada en la pared de su casa. Lo que es la estética oriental queda completado con un juego de té bellamente decorado con formas de dragón. Todo esto son cosas que no se pueden tocar. Más adelante localizaré en una serie de libros de arte los dedicados a Oriente y los miraré, veré la caligrafía, la pintura y los objetos. Por ello, creo no equivocarme si digo que cuando cambio de casa tengo ya el concepto de Oriente, entendido como China y Japón.
De entre todas las cosas mencionadas, como es natural, la muñeca despierta mis anhelos. Unos años después —a los siete u ocho— decido que, como no puedo tocarla, haré yo una igual para mí. Pido que me compren barro y empiezo a intentar modelar una cara. Diez años después lo he conseguido. Para que mis muñecas sean lo más japonesas posible, busco libros en la biblioteca de casa y también discos. Descubro así la música de Kabuki y una ópera china. Me voy al museo etnográfico a estudiar peinados y kimonos. Cuando empiezo a aprender inglés, encuentro el teatro Nô traducido por Fenollosa y Ezra Pound y, más adelante, la obra de Chikamatzu. Los leo, y mis muñecas se convierten en personajes del teatro Nô. Incluso invento —escribo— para tres de ellas una breve pieza de marionetas, Yamatu —que es, exceptuados los pequeños poemas secretos, el escrito más antiguo que conservo—. Sucede esto ya en 1961.
 

Pero Oriente, dice el diccionario, es Asia y las regiones inmediatas… Amplio es el concepto y, por cierto, en París, en 1975, me sorprende que se enseñe checo en la Escuela de Lenguas Orientales. Pero ahora, por ser algo también muy remoto en mí, quiero apuntar cómo me llega el concepto de la India. Es menos espectacular, pero igualmente eficaz. También acontece alrededor de los tres o cuatro años y, en este caso, es a través de una película, El libro de la selva, interpretada por Sabú, que hace de Mowgli, el chico que vive en la selva con los animales. Así pues, paralelamente, se genera en mi cabeza otra estética: la India es la selva y la cara de Mowgli —lo entenderé mucho más adelante, al ver las películas de Satyajit Ray—. También la India figura a su vez en esos libros de arte que localizo poco después, pero lo indio lo miro menos. Tardaré años en encontrar lo que de verdad me interesa y me marca de ese mundo. Será cuando, en 1973, Carlos Barral publique las Doctrinas secretas de la India. Upanishads, que se convertirán en lectura cotidiana. Le debo, pues, a Barral dos cosas importantes, esta y el conocimiento de la poesía de Vladimír Holan. Pero en aquellas fechas remotas de los primeros años, la India se reduce a El libro de la selva. Por otra parte, no conozco la existencia de Persia ni de Mesopotamia —y he de confesar que aún actualmente tengo que esforzarme para pensar que también son Asia—. La India sí, es Asia en mi cabeza desde un principio, pero no entra en el concepto de Oriente, porque para mí, de niña, Oriente es solo Extremo Oriente.
¿Puede un objeto comunicar otra cosa de la misma estética? Es decir, ¿podía yo, a través de El libro del té o de la muñeca o las láminas, saber lo que era un haiku? No lo sé. Estoy casi segura de que oí hablar a mi padre de la poesía japonesa, de las pinturas acompañadas de versos, también por aquellos años, pero no vi libros y, sin embargo, cuando empecé a escribir hice esos poemas breves nocturnos y secretos con la conciencia de que eran «de tipo oriental». Y dado que mi padre me daba las maquetas en blanco de los libros que iba a publicar, hice uno «con ilustraciones orientales». Además del poema mencionado, figuraban en él, por ejemplo, estos intentos: 


Conservo la rosa
que no me dio
quien no conozco.
       ***
El alma de las piedras
el espíritu de la muerte.
 



Tenía entonces diecisiete años y estaba en pleno proceso de creación de las muñecas; y ya me atrevía a comprar algún libro. En la biblioteca de casa había encontrado la historia y la geografía del Japón —además de El libro de la piedad filial, de Le Hiao-Kung, el Tao te king, de Lao Tse, una antología de poesía china, el Zend Avesta, Sakuntala, de Kalidasa, y otras obras relacionadas con ese ámbito geográfico—. Compré una historia de la literatura japonesa y me llené de entusiasmo al leer los haikus de Basho y otros. De Basho:

Tanta calma
el chirrido de las cigarras
taladra las rocas.
          ***
El mar oscurece
los gritos de las gaviotas
son levemente blancos.
De su discípulo Kakei:
Noviembre
las cigüeñas pensativas
paradas en fila.
Del poeta posterior Issa Kobayashi:
Un mundo de rocío
e incluso en esta gota
la discordia.

 

No por eso me lancé a escribir haikus entonces y, aunque hice algunos más tarde, nunca lo consideré legítimo: pensaba que no podía conocer intrínsecamente un haiku. Lo japonés en mi adolescencia se presentaba como un imposible. Pero más adelante, la lectura de Sendas de Oku me inspiró Sendas de Rumanía. Emprendí el viaje a Rumanía con un espíritu análogo al de Basho cuando realizó el suyo por el norte del Japón. Y me planteé hacer el libro como aquel: en prosa, incluyendo poemas. Pero no eran haikus. En cambio, desde un principio, como he dicho, escribí poesía breve y sigo aún hoy haciéndolo. Así nació la obra Emblemas (1990), a la que pertenecen estos versos:
 

la abandonada
En la zanja del alba
Una vez más palidece la luna.
El amado en el pozo se ha perdido hace días.
Me desposa un anillo de silencio.
el suicida
Su boca blanca
llama a la nieve de la muerte;
su corazón encadenado
se entrega al ángel negro
de su pecho
que lo devora.
También escribí un librito exclusivamente de poemas breves. Se trata de e-mails y se titula Vilanos (2004):
Miro tus ojos
hasta que mis ojos desaparecen.
        ***
Cada vez que tu voz enciende el candil
en la oscuridad
se abre en el aire una ventana
hacia el verdor de la hierba.

 

Si no me atreví con el haiku, me atreví en cambio con otra forma breve oriental, pero de Oriente Medio, los rubayat.
El concepto de Oriente Medio en mí no es precoz. En el colegio, Mesopotamia y Persia se estudiaban en clase de historia universal como «civilizaciones», pero no se hablaba de arte. Curiosamente, como «civilización» surgirá la cultura de la zona situada entre el Tigris y el Éufrates en mi poesía en el libro Creciente fértil (1989). La escritura de este libro interrumpió en mí cualquier otra actividad. Al estudio de los antiguos mitos de la fertilidad, de los textos sumeroacadios, los mitos hititas, el descenso de Inana a los infiernos, el pastor Dumuzi, se unió mi primer viaje a Estambul:
En clase ni se mencionaba, ni yo pensaba en la literatura de aquella zona, se trataba ante todo de las sucesiones históricas.
 

Soy la cúpula azul de la mezquita de Ahmet,
doscientas ventanas sostienen mi luz.
Para que alcances a cubrirme
haré arder tu cuerpo de cedro
hasta que como incienso te esparzas
y te eleves y colmes mi desmayo.
Ebrios del don sagrado,
mis labios susurrarán antiguos versos:
El vaho se apodera de la casa,
el humo oculta las ventanas;
y siguiendo el ritual dirán:
Lo que entra no vuelve a salir.
Y tu resina aromática y tu brasa
se quedarán en mí
para perpetuo trance de mis muros.
          ***
Mi corcel blanco se asomó
al pozo de tu noche
y con abrupto gesto
lo precipitaste hacia las simas.
Desde el brocal miré a la hondura
y no vi ni el plateado trazo de sus lomos
ni un leve movimiento de abrazo
en la negra superficie.
Replegada en sí misma el agua codiciosa
ni un reflejo ni una estrella ofrecía…
Mi corcel blanco, amado
como el avaro lirio de tu cuerpo,
no volverá a llevarme a Pasargadas.
¡Que tu abundancia al viento se disperse!
Mi corazón está lleno de lágrimas.

 

Como he dicho, en el colegio apenas se mencionaba la cultura de Mesopotamia, ni yo pensaba en ello. De nuevo llega la literatura de la mano de mi padre. A finales de los cincuenta, empezó una colección que incluía el Ramayana, los Cuatro libros de Confucio y los Rubayat de Omar Jayyam. Este último libro me lo entregó explicándome su valor poético. Tuvieron que pasar cuarenta años para que me interesara tanto por la poesía persa que empezara a estudiar la lengua. De hecho, lo hice porque era consciente de que no me había atrevido ni a formular mi deseo de estudiar japonés en mi adolescencia, lo cual me lanzó luego al aprendizaje primero del checo, para entender a Holan, y del persa después, este último ya a finales del siglo pasado. Emprendida entonces la traducción de los poemas breves de Rumi, podía saber de qué modo se enfrentaba un poeta persa a los juegos conceptuales y fónicos en los rubayat. La tentación fue grande, sobre todo después de haber profundizado ya en la obra de Juan Eduardo Cirlot, maestro en dichos juegos. En este metro escribí Nudos de noche (1994). Era un intento de llevar a cabo lo propio de los rubayat persas antiguos:

Desnudo en el nido, en níveo sosiego,
anudo las nubes con nudos de noche.
Con lazos enlazo la sombra del sueño,
desplaza su aliento secreto la nada. 
           ***
Lluvia y sombra de lluvia mansamente esperada
y mansa lluvia de luz de tu mirada.
Y lluvia fiera, carnal, en la caverna.
Y redoblada luz en la tierra amansada.
           ***
Turbiones de brasa, disturbios de brisas,
abrasan sus ojos con ojos de yesca;
con bucles de ascuas mis manos arrasas;
dispersa mi muerte tu vara de llamas.

 

Con todo, reflexionando y repasando mis libros para ver dónde está Oriente en mis poemas, me he quedado perpleja. No se trata, a mi modo de ver, de estas aproximaciones formales ni de dibujar una civilización, ni siquiera de temas —como podría ser «el loto»—. Diría que lo oriental en mí es incluso más que un concepto: es un modo de ver y sentir las cosas. Y esto tiene también una explicación en la infancia. Puede resumirse, por un lado, en la relación con la naturaleza, y, por otro, en la conciencia de la relatividad del saber. Cierto, me ha sorprendido ver que la «sabiduría oriental» está latente, por ejemplo, en el libro Paralajes (2002):

¿Por qué grita el vencejo
al crepúsculo
mientras traza las bisectrices
de la operación cumbre
y el uno se convierte en dos,
el dos en tres,
el tres en las diez mil cosas
pequeñas del origen
que pasarán la noche
agazapadas en la oscuridad?

 

Me he referido sobre todo a lecturas primeras, para situar el origen de todo esto, pero, saltándome un montón de años, tengo que mencionar ahora un libro que fue muy importante y que, por extraño que parezca, marca lo que he escrito desde 1991. Se trata de El tao de la física, de Fritjof Capra. Partiendo de una frase de Ts’ai-ken t’an: «La quietud en la quietud no es la verdadera quietud», citada en este libro, escribo La indetenible quietud (1998), para acompañar unos grabados de Eduardo Chillida. A este sigue, con temas análogos, El libro de los pájaros (1999), ambos anteriores a Paralajes, y después, Fractales (2005). Esta unión de la poesía y la ciencia no cesará. Siguieron Los números oscuros (2006), Variables ocultas (2010), Orbes del sueño (2013), Ψ o El jardín de las delicias (2014) y Estructuras disipativas, ya de 2017… Pero hay que remontarse más para captar esa aparición de Oriente como mi propio espíritu. Me refiero al libro Rosas de fuego (1996), e incluso más, a Vivir (1983), título que se debe a la película de Akira Kurosawa Ikiru (que quiere decir «vivir»). El punto de partida de todos ellos es precisamente la contemplación del cielo por la línea del punto cardinal oriente, es decir el este, en el momento en que sale el sol. La orientación, pues, valga la redundancia, es previa a la escritura.
De Rosas de fuego es este poema, como claro eco de las Upanishad:


Ya se aquieta el fluctuar de las imágenes
y penetra mi voz en el fuego,
mi aliento en el aire,
mi vista en el sol,
mi mente en la luna,
mi cuerpo en la tierra,

mi cabello en los árboles,
mi sangre en el agua.
Se disuelve huidizo
el mal y su asechanza.

 


Todos estos libros, como decía, reflejan un modo de estar en el mundo y de entenderlo, que data de la infancia y que se relaciona con el cambio de casa que he mencionado, que tuvo lugar cuando yo contaba cinco años. Por entonces, mis padres deciden ir a vivir a las afueras de Barcelona, al barrio de Pedralbes, y se instalan en una casa con jardín. Mi vida, a partir de ese momento, es, ante todo, el jardín. Allí se inicia mi relación con la tierra, las plantas, los animales, las estaciones del año, el día y la noche, y se intensifica la que tengo ya con los astros, como algo absolutamente vivo. Ahora lo definiría ante todo como un sentir que el yo forma parte del cosmos. El yo está en la tierra, en el paisaje, pero a la vez busca cobijo. Así surge la idea de la cabaña, del refugio —este es uno de mis juegos, junto a sembrar, labrar la tierra y regar (mi madre, por cierto, conocía el ikebana y se dedicaba a hacer hermosos ramos de flores)—. Ningún concepto de Oriente me ronda en eso, pero este modo de entender la naturaleza, que es ya mío propio —digo que quiero ser astrónoma y botánica— hace que me identifique totalmente con este poema el día que encuentro en la biblioteca el hermoso libro titulado Poesie del fiume Wang, de Wang Wei:

Mi nueva casa está
junto a las puertas de Meng
entre viejos árboles
y sauces marchitos.
¿Quién me sucederá?
Lo desconozco.
Vana fue la tristeza
de los que ya partieron.

 

Lo mismo me sucedió con algunos de los poemas de Du Fu. Posteriormente colaboré en la traducción de ambos autores.
Creo que lo que se iba formando en mi mente, allí en el jardín, rondaba el feng-shui, esa técnica para reconciliar al hombre con la naturaleza, ese sentir la tierra como criatura viva, unida a sus habitantes, ese captar su energía como algo que fluye como la sangre en las venas, y lo imprescindible de estar en armonía con el cosmos. Tanto la tierra y las plantas, como los astros… Claramente se refleja esto en el poema del libro Vivir:


                  casillas
                                        a Jitka
El manso regresar de los rebaños
en el azul atardecer…
Una a una las cabras
van llenando de motas movedizas las laderas,
dando vida al camino
que avanza hacia la noche.
Es sabio en su gesto el animal
y conocedor de identidad de acción y tiempo.
Jamás se empeña en ir contra su ser
ni exige de sí mismo el acto heroico.
Con precisión cumple su arco
sumiso a las potencias,
y cuando ya las tinieblas se anudan,
cruza sin vacilar las puertas del corral.
Nosotros, sin embargo, a la hora del sueño
salimos casi a tientas
y nos perdemos bajo los castaños bañados por la luna.

 

También, debido a ese vivir la naturaleza, ya en la adolescencia, experimento la conciencia de los campos magnéticos, terrestres, de la fuerza de la gravedad, del espacio-tiempo, de la fugacidad.
Seguí en la casa con jardín hasta la muerte de mi padre. Yo tenía dieciocho años, él cuarenta y cinco. Precisamente antes de morir me llevó a ver una película que le había gustado (solo hizo esto en dos ocasiones). Era una película japonesa, La puerta del infierno, de Kinusaga Teinosuke: otro impacto enorme en mí. 


He mencionado El tao de la física. Este libro lo leo enteramente en una especie de choza que tengo en medio del campo, sin agua y sin luz, que representa ese modo de vida en la naturaleza tan propio del espíritu taoísta que se refleja en los poemas de Wang Wei. Pero, a la vez, estar allí es cumplir lo que los hindúes llaman la tercera etapa de la vida, la de vagar por el bosque, que dio en la antigüedad los libros llamados Aranyakas, entre ellos la Brihadaranyaka Upanishad. Yo pienso que voy a escribir mis aranyakas. De hecho, a ello responde Los secretos del bosque (2002), si bien este libro comporta, también, otro propósito: contar una historia en verso. En este aspecto, la lectura del poeta sueco Gunnar Ekelöf fue determinante. Ekelöf estudió lenguas orientales y se sumió en ese mundo a través de la cultura turca y de Ibn Arabi. Los poemas de su obra Diván del príncipe Emgion constituyen un majestuoso puente. El impacto que me produjo su lectura fue mayor que el hecho de lanzarme al relato dentro de la poesía. Sitúo su maestría en mí junto a la de Vladimír Holan. Así escribí el Diván del ópalo de fuego ((1996) —mi interpretación de la leyenda de Layla y Machnún—, el citado Los secretos del bosque y Río hacia la nada (2010), fruto de un viaje a la India, claro reflejo no solo del paisaje sino de los contenidos de las Upanishad. 
 

Ahora bien, no hay que olvidar que la India descubre el cero, que las cifras árabes proceden de las cifras indias y que la aritmética y el álgebra son impulsadas por la numeración decimal india. El cero data del 2000 a.c, y era en principio un punto, que se convirtió en un círculo, lo que La Place, ya en tiempos de Napoleón, explicaba como «dar a la nada un poder utilitario». Y añadía que esta «es la peculiaridad de la raza hindú que lo concibió. Es como acuñar el nirvana». No insistiré en este tema, pero veremos cómo los conceptos matemáticos y físicos se unen al concepto de un mundo orgánico, al de vida como movimiento continuo, de nacimiento y muerte, y, en último extremo, a los límites del saber y a la paradoja.
 

Los puntos fundamentales en torno a los que me recreo al leer El tao de la física son: la captación de la unidad en la multiplicidad, la naturaleza dinámica del universo, la interrelación de todo y, como consecuencia, la relatividad incluso del saber, la asimilación de los contrarios y la expresión de todo ello mediante el mito y la paradoja. Así, en el libro, se sitúa junto al hinduismo, el taoísmo y el budismo y, concretando más, las Upanishad, el I Ching, el Tao te king, los koan, el satori o la danza de Shiva, la teoría de la relatividad, los cuanta, el bootstrap, el espacio-tiempo curvo, el principio de incertidumbre, etc. Fritjof Capra cita, por ejemplo, la frase de Ashavagosha: «Cuando la mente está confundida se produce la multiplicidad de las cosas, pero cuando está tranquila desaparece la multiplicidad de las cosas». Cita también versos de las Briharanyaka Upanishad, o asertos de maestros Zen o del sabio chino Chang Tsai, como: «Cuando se sabe que el gran vacío está lleno de ch’i se da cuenta uno de que no existe tal cosa como la nada».
Tras asistir a una conferencia de Ilia Prigogine en el año 1984, la lectura de libros de los físicos me ha impulsado, y sigue impulsando, por este camino de unión de poesía y ciencia hasta Estructuras disipativas (2017). Veamos un ejemplo de El libro de los pájaros (1999):
 

Cruzan las nubes
saben que el otro lado
es igual que este lado.
Bailan los números impares,
los números pares, los quebrados
inventan las parábolas,
las hipérbolas.
No ven el cero
que arrastran con sus alas
al infinito
hasta la cascada de las potencias.

 

Llevaba unos años en esta vorágine ciencia-oriente, cuando el diario El Mundo me encargó la crítica de dos libros que acababan de aparecer: el primer relato existente japonés, El cuento del cortador de bambú, y Los capítulos interiores, de Zhuang Zi, traducidos respectivamente por Kayoko Takagi y Pilar González España. Estas críticas de dos libros llevaron consigo algo más: una excelente relación y colaboración con sus traductoras. Así, con Kayoko Takagi emprendimos la traducción de Nueve piezas de Teatro Nô.
 

La lectura de dichos libros fue como volver a la adolescencia con el primero, sobre todo con la introducción, y, en cuanto a Los capítulos interiores, como si iluminara territorios ya conocidos con una hermosa luz. Anoté algunos versos en mi cuaderno, por ejemplo:
 

Cielo y tierra: un significado.
Los Diez Mil Seres: un caballo.
        ***
Uno más palabras son dos.
Dos más uno son tres.
Si siguiéramos así,
el más experto contable no acabaría nunca.
        ***
Sin decir nada, dice algo.
Diciendo algo, nada dice.
        ***
Su estado es lo inútil.
¿Qué podría entonces perturbarlo?
        ***
Una noche, Zhuang Zhou
soñó que era una mariposa.
[…]
De pronto, Zhuang Zhou se despertó,
sorprendido de ser él mismo.
Ya no sabía si era una mariposa
que soñaba en ser Zhuang Zhou
o Zhuang Zhou que soñaba ser una mariposa.

 

Invirtiendo el aserto de que los árboles no dejan ver el bosque podríamos decir que, a veces, el bosque no deja ver el árbol. Mientras todo esto iba sucediendo, no me daba cuenta de que mi hija, Adriana, se había familiarizado desde la infancia plenamente con el mundo oriental a través de las muñecas que yo había hecho. Esto se reveló por sí mismo. Entregada a la escultura y a la fotografía, surgió la propuesta de su galerista de celebrar el día de la mujer con un tema: «El secreto del bolso».
Adriana hizo entonces una sugerente fotografía y la tituló «El bolso de mi madre». ¿Cuál era el secreto de esa foto? En ella figura una muñeca, una estrella y un librito florentino con un poema. De hecho Adriana había resumido mis anhelos. La estrella responde a mi afición a los astros, que data de antes de mis tres años. La muñeca remite más o menos a la misma edad, el librito con un poema…
Adriana, pues, había convivido con mis muñecas. Le regalé una a la que llamó Sakurá —le había enseñado la conocida canción de la flor del cerezo, que cantaba con finura… De todas las muñecas hechas por mí, algunas se rompieron o se perdieron. Yo conservaba como oro en paño las últimas. Y tras «El bolso de mi madre», tuvo otra idea: «Hagamos un libro con las muñecas…».
Así nació El amor y las cuatro estaciones. El loto dejaba al descubierto más de una raíz. Una unión subterránea de sensibilidades, y un generoso nexo exterior como un inmenso puente hacia Oriente desde Occidente.


Clara Janés, febrero 2019 




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CLARA JANÉS NADAL

Clara Janés nace en Barcelona en 1940. Estudia en dicha ciudad y en Pamplona la carrera de Filosofía y Letras, en la que es licenciada. Es Maitre és lettres por la universidad de París IV Sorbona en Literatura comparada. Cultiva la poesía, la novela, la biografía y el ensayo y se distingue como traductora, particularmente de la lengua checa y de la obra poética de Vladimír Holan y Jaroslav Seifert. Ha vertido también al español a Marguerite Duras, Nathalie Sarraute, Katherine Mansfield y William Golding y, en colaboración con conocedores de sus lenguas, a poetas turcos y persas, tanto modernos como místicos antiguos. En 1992 se le concede el Premio de la Fundación Tutav, de Turquía, por su labor de difusión de la poesía turca en España. En 1997, el Premio Nacional de Traducción por el conjunto de su obra. En el año 2000 recibe la Medalla del Mérito de Primera categoría de la República checa por su labor como traductora y difusora de la literatura de dicho país. En 2004 se le otorga